viernes, 12 de marzo de 2010

"La paz de la pesca" Parte 2

    Leer aqui la  Parte 1


  Navego a ralentí pegado al rompeolas que protege el pantalán. Es una estructura flotante, anclada al fondo por medio de cuatro gruesas cadenas en las que se balancean unas pequeñas algas verdes y marrones, y formada por varios bloques de hormigón contra los que se estrellan las olas en los días de fuerte vendaval. Pero hoy sopla un nordeste flojito que se agradecerá dentro de un rato, cuando el sol empiece a calentar. Rodeo la esquina del rompeolas mientras le echo un vistazo a las enormes hélices de un imponente remolcador que están construyendo en el astillero. Lo botarán mañana con la pleamar de mañana de luna llena. Pongo el motor a media marcha y voy pasando entre las lanchas que están fuera del pantalán, amarradas en sus muertos. Ellas me saludan cabeceando a mi paso por culpa de las pequeñas olas que hace el casco de madera al abrirse camino por el agua. 


 Una vez que he pasado al lado de la última, una motora rápida de fibra blanca con una franja amarilla, empujo la palanca para avanzar algo más rápido, pero no mucho. No quiero romper más de lo necesario el hechizo de las quietas aguas.

 No hay ni un solo barco en la ría. Todo está tranquilo. Por encima mío pasa un cormorán que lleva mi mismo rumbo, hacia el criadero de ostras. Muchas veces me entretengo mirándolos pescar. Flotando al ritmo de las olas y metiendo la cabeza de vez en cuando en el agua, para ver si se mueve algo bajo sus patas. Y cuando encuentran algo que comer, se sumergen, a veces cerca de un minuto, persiguiendo lo que sea que comen. Cerca del criadero siempre hay vida. En marea baja las garzas caminan con sus zancos, buscando moluscos y gusanos, y algún pececillo que pueda haber quedado atrapado por la marea. Pero todavía hay mucha agua para eso. Los cangrejos y las quisquillas se mueven entre las algas y las largas barras de acero, que sujetan al fondo los sacos de malla, albergue de las ostras. Los bancos de pececillos se mueven buscando a los pequeños organismos y nutrientes que abundan en estas aguas. Pero se mantienen juntos y atentos. No son pocos los depredadores que les acechan. Y entre ellos, el más voraz es la lubina, o la robaliza como aquí la llaman.

  Pongo el motor en punto muerto. Me estoy acercando al lugar en donde quiero empezar mi deriva. En un día como hoy, con el viento flojo y continuo y la marea bajando no es difícil predecir el camino por el que me va a llevar la corriente. Apago el motor y, mientras el barco va perdiendo inercia, cojo un pez del vivero. Engancho el pececillo en un anzuelo que empaté ayer y lo lanzo levemente. La corriente y su propia natación lo irán alejando. Saco unas cuantas vueltas al plegador de plástico para que tenga hilo mientras preparo con la misma maniobra otro aparejo, pero cuando me preparo para lanzarlo veo que el primero se está tensando muy rápido. Lo que se dice llegar y besar el Santo. Me apresuro a coger el nylon y pego un tironcito para que el anzuelo clave bien en la boca de mi captura. No me está ofreciendo demasiada pelea esta lubina. Quizá no sea lubina. A lo mejor una aguja, o una boga, espero que no. Casi no había largado hilo antes de que picara así que en menos de diez segundos tengo a bordo una lubinita  de unos 30cm. Una preciosidad que, tras soltar el anzuelo, dejo en el agua para verla marcharse veloz por debajo del casco.

   Al rato vuelvo a tener los dos aparejos en el agua. Me siento en la caja del motor para tener ambos cerca y poder estar rápido si pican. Siempre les dejo un par de metros de nylon dentro del barco, sin largar, para que la lubina pueda meterse el pez entero en la boca antes de darle el tirón. Echando un vistazo a mi alrededor me doy cuenta de que el vivero sigue a bordo, y no debería. El agua del cubo pronto se calentaría y perdería su oxígeno, lo que daría como resultado un montón de pequeños cadáveres rígidos que, por lo general, no sirven para pescar lubinas. Amarro un cabito al vivero y a un tolete, y lo echo por la borda quedando casi completamente sumergido. Ahora tengo las manos libres y puedo volver a encender mi pipa y relajarme mientras escucho el borboteo de las pequeñas olas al subir y bajar lamiendo el casco de madera.





Manuel Alonso.

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